Comentario
Las tensiones anunciadas en 1854 hicieron crisis en los años sesenta. La crisis económica, desvelando la inviabilidad de la política económica, el fracaso de la Unión Liberal, provocando un régimen político muy restringido, poco representativo y cada vez más aislado, que acabará salpicando la propia corona de Isabel II (1833-1868), y el debate intelectual y cultural criticando al sistema, animaron a un sector de las elites políticas, militares y económicas a optar por el ensayo del liberalismo democrático. Pero, además, ahora el recambio desde arriba vino acompañado de la participación de capas populares, sobre todo urbanas, depositarias de una cierta cultura política. Así se perfiló un marco de crisis que, en último término, ponía de manifiesto el desajuste entre las nuevas demandas sociales y el sistema político nacido de la Constitución de 1845. La alternativa estaba servida: la tripleta ideológica formada por el ideario democrático, el krausismo y el librecambismo debían reconducir el rumbo del liberalismo con ocasión de la revolución de 1868.
El ideario democrático llevaba a sus últimas consecuencias los principios del liberalismo. La Constitución de junio de 1869 y su desarrollo posterior estableció un marco de libertades públicas sin parangón posible en experimentos anteriores. La estructuración de un Estado democrático que adoptó la fórmula de la monarquía parlamentaria, en la persona de Amadeo de Saboya (1870-1873), basada en una conceptualización sin cortapisas de la soberanía nacional y de la primacía de la sociedad civil.
Pero la imposibilidad de articular un sistema coherente de partidos como basamento del régimen acabó impidiendo su funcionamiento. En este aspecto el fracaso de la monarquía amadeísta representa también el fracaso de un sector de la elite política ejemplificado en los enfrentamientos entre Sagasta, Ruiz Zorrilla o Serrano. A la par, un régimen concebido sin carácter excluyente en realidad no pudo cumplir su voluntad integradora.
En términos políticos, carlistas y republicanos protagonizaron alternativas, incluidas las insurreccionales, al sistema. Los levantamientos republicanos de 1869 o la sublevación general carlista de 1872 son buenos exponentes. En términos sociales, sectores populares de origen rural o urbano, que habían pretendido una mayor dimensión reformista en temas tales como la propiedad de la tierra, la cuestión de las quintas o las relaciones capital-trabajo, vieron frustradas sus aspiraciones.
Ni el campesino andaluz consiguió colmar su hambre de tierras, ni el naciente movimiento obrero, con la llegada de la Internacional a España, a finales de 1868, encontró cauces apropiados para su desarrollo al cuestionarse su legalidad. Tampoco la efímera República (1873-1874), instaurada para llenar un vacío de poder tras la abdicación de Amadeo I, encontró suficientes bases políticas y sociales de sustentación. Ni su vocación reformista, ni su proyecto de estructuración federal del Estado lo lograron. En gran medida cayó desgarrada por sus propias tensiones internas.
Más allá de las circunstancias políticas coyunturales, el Sexenio democrático dejó un sedimento perenne en el desarrollo del liberalismo español: formas de organización de la sociedad civil, libertades individuales, niveles de participación, modernización del Estado y del sistema judicial, régimen representativo, extensión del debate intelectual... en parte asumidos, a medio plazo, por el régimen político de la Restauración, preparado minuciosamente por Cánovas del Castillo y que se abre en 1875, tras el pronunciamiento del general Martínez Campos y la coronación de Alfonso XII.